Cuando pensar te hace sangrar la conciencia,
en ese estado de paranoia vegetal,
aquella desesperación interna
que no concuerda con los movimientos de tu cuerpo,
con la cabeza a punto de estallar y tú ahí
esperando que suceda finalmente,
esperando por fin la hora, el desenlace.
Sientes que no perteneces a este lugar,
vuelves a la adolescencia incomprendida
de la inmadurez de los primeros años
de experiencia.
¿Pero quién termina de crecer?
Creo que siempre tendremos a aquel niño incomprendido
marchando en el alma.
Desesperación, angustia, hemorragia y venas cortadas.
De pronto volteo y ahí está él, descansando al sol sin ningún martirio.
Rebosante de su buena suerte, reposando triunfante y gordo.
Le espío, parece levitar, como si su cuerpo rechazara el peso de
su conciencia.
Un mal sueño, un movimiento involuntario, se da vuelta y listo.
Todo igual.
No hay preocupaciones, ni rechazos ni desamores.
Le envidio. Le odio. Le quiero. Le observo.
Quisiera ser él, sin el infortunio de esta tormenta,
pequeña nube negra,
que me ha robado esa paz que nunca tuve.
¿Lo sabes?
Su superioridad no radica en la raza,
ni en la belleza ni el intelecto.
Es aún más profundo:
Es incapaz de amar u odiar,
de sentir y llorar.
Mírame bien, mejillas saladas.
Él es feliz porque no puede amar.